Después de casi 20 años entrenando es normal que haya conocido muchas jugadoras y jugadores con personalidades muy diferentes. Y analizando un poco más allá, todavía más interesante es para mí reflexionar, ahora ya con mucha perspectiva, sobre el perfil tan problemático que tenía yo como jugador, sobre cómo me veo reflejado en chicos y chicas que conozco y entreno, y también cómo puedo intentar ayudarles en este aspecto.
Me suelo definir como inconformista... como una cualidad y también como un defecto. He sido siempre el peor de mis jueces. El más implacable. A nadie le temía más que a mí mismo porque era el que me imponía el listón más alto. Sin embargo, con el tiempo he comprendido que no era a mí solamente al que correspondía poner la altura de ese listón ni tenía por qué recorrer ese camino yo solo. Y a pesar de comprender esto, lo sigo haciendo.
Esta autoexigencia, digamos desmedida, me ha hecho perderme durante muchos años situaciones extraordinarias simplemente porque se podían hacer mejor. El inconformismo a veces está reñido con la felicidad. Citius, altius, fortius. Cerrarme la puerta a disfrutar lo máximo en cada momento es uno de las peores consecuencias del perfeccionismo. Autoexigencia, inconformismo, perfeccionismo... el cóctel es, a priori, peligroso. Y a posteriori puede serlo aún más.
Cuando las perspectivas son hacerlo todo bien u obtener un 100% del rendimiento posible o, al menos, el 100% de lo que yo creo que puedo dar... las posibilidades de fracaso también se acercan peligrosamente a ese 100%. Cuanto mayor es el esfuerzo, más glorioso es el triunfo, sí, pero cuanto mayor es la meta, lógicamente, más difícil es alcanzarla y más fácil, mucho más fácil, no hacerlo.
Esto nos puede llevar a la desesperación de una manera veloz. Son incontables los días en los que, echando la vista atrás, pensaba en dejarme el baloncesto siendo junior de primer año. Mi nivel no era el que yo esperaba. Mi juego no mejoraba como “tenía que hacerlo”. Porque yo, “el gran experto”, me había trazado un plan “absurdo” y utópico individualmente, sin contar con nadie ni pedir ninguna opinión, de lo que debía ser como jugador. Sin concederme días malos. Sin valorar el error como una parte fundamental del aprendizaje. Lo fácil era frustrarme y mi capacidad de resiliencia fluctuaba más que mi estado de ánimo.
Prácticamente una moneda al aire me hizo seguir jugando cuando ya había decidido dejar de hacerlo. Quizás habría vuelto en cualquier caso, ¿quién sabe?... Al final esto del baloncesto suele ser algo que necesitas, con todos sus pros y sus contras. Aunque quizá también me habría hecho falta que me echaran una mano para trazar otro plan. Para establecer objetivos exigentes, pero realistas. Para comprender cómo me sentía y lo que yo quería.
Ojalá sea capaz de ayudar, como entrenador, a personalidades exigentes, perfeccionistas, inconformistas... que tanto admiro por su forma de ser o por su hambre de mejora, pero que se merecen un plan objetivo y disfrutar de cada momento. Ningún partido ganado, ningún campeonato ni ninguna medalla compensarían una cara de satisfacción en las personas que tanto valoras. Al final del todo, con todas las dificultades que me genera mi propia autoexigencia, tengo que reconocer que si sigo entrenando, es por ellas.
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